El paso Dyatlov, donde el frío calla lo imposible


A finales de enero de 1959, un grupo de nueve estudiantes y egresados del Instituto Politécnico de los Urales partió en una expedición de esquí de travesía hacia la zona montañosa del norte de Sverdlovsk. Todos eran jóvenes, preparados y entusiastas. El líder del grupo, Igor Dyatlov, tenía 23 años. El plan era recorrer unos 300 kilómetros en condiciones invernales extremas y llegar a la cima del monte Otorten. Nunca volvieron.

Lo que comenzó como una simple expedición terminó en uno de los casos más inquietantes del siglo XX. El 1 de febrero, acamparon en la ladera del monte Kholat Syakhl, un nombre que en idioma mansi significa “la montaña de los muertos”. Algo ocurrió esa noche. No se sabe qué. Pero fue lo bastante terrorífico como para que todos huyeran de su tienda… descalzos, medio desnudos, en plena nevada siberiana.

Días después, los equipos de búsqueda hallaron la tienda rasgada desde dentro. A varios cientos de metros, encontraron los primeros cuerpos: sin zapatos, en ropa interior, congelados en poses extrañas. Otros cuerpos aparecieron semanas después, algunos con heridas internas similares a un choque violento, pero sin señales externas. Uno tenía el cráneo fracturado. A una chica le faltaba la lengua. A otro, los ojos. Todos habían muerto en circunstancias que desafiaban la lógica. No hubo señales de lucha, ni rastros de otros humanos o animales. Algunos estaban irradiados. Y el informe oficial, marcado por la época soviética, cerró el caso con una frase que aún retumba: “Una fuerza desconocida e irresistible causó la muerte de los excursionistas.”

Desde entonces, se han propuesto cientos de teorías: avalanchas, experimentos militares, infrasonidos que inducen al pánico, encuentros con criminales, abducciones… pero ninguna encaja del todo. Y lo más perturbador es que el lugar sigue allí, intacto, remoto, bajo un cielo siempre gris. Sin monumentos. Solo un modesto obelisco y una cruz. El resto es tundra, nieve, árboles en silencio, y un viento que no responde preguntas.



Caminar hasta el punto donde estaba su tienda, debe ser una experiencia que descoloca. No hay sonido. Ni rastro de lo que sucedió. Pero hay una presencia. Como si la tierra escondiera una verdad demasiado pesada. En ese espacio, donde nueve vidas se extinguieron en un solo instante de confusión, lo que queda es la incómoda certeza de que nunca sabremos del todo qué pasó… y la sensación de que, en ese rincón perdido del mundo, la razón se diluye como el aliento en el frío.

"En este punto concreto, hasta la nieve tiene miedo."