Desde la orilla del Lago Kivu, entre la República Democrática del Congo y Ruanda, lo que uno contempla es una escena serena. Aguas oscuras, montañas al fondo, brumas que acarician la superficie al amanecer. Parece un lugar donde los dioses descansaron después de crear la Tierra. Pero bajo esa quietud se esconde un secreto capaz de aterrar a cualquiera: este lago puede explotar.

El Kivu no es un lago cualquiera. Bajo sus aguas se acumulan miles de millones de metros cúbicos de dióxido de carbono y metano disueltos. A simple vista es imposible imaginarlo, pero lo que fluye por dentro es una bomba de tiempo geológica. Este fenómeno se llama erupción límnica, y aunque suena a ciencia ficción, ya ha ocurrido en África. En 1986, en Camerún, el Lago Nyos liberó súbitamente CO2, asfixiando a más de 1.700 personas mientras dormían. El Kivu contiene más de 300 veces ese volumen.

A pesar del riesgo, más de dos millones de personas viven en las inmediaciones del lago. Barcos de pesca, aldeas ribereñas, ciudades enteras como Goma o Bukavu dependen de sus aguas y sus recursos. Y sin embargo, sobre sus cabezas flota un peligro invisible. El lago burbujea en algunos puntos. Los científicos llevan años estudiándolo, perforándolo, extrayendo gas metano para generar electricidad como forma de reducir la presión. Pero nadie puede asegurar que no se desate una liberación catastrófica.

Lo inquietante del Lago Kivu no es solo su potencial destructivo, sino lo fácil que es olvidarlo al estar allí. Todo parece en paz. Los niños juegan cerca del agua, los pescadores tiran redes, el sol cae dorado en el horizonte. Y sin embargo, el monstruo duerme bajo sus pies, respirando lento, esperando no se sabe qué. Una erupción volcánica, un terremoto, un corrimiento de tierra... cualquier detonante natural podría ser suficiente.


Visitar el Lago Kivu no es solo admirar la belleza de África Central. Es asomarse al abismo de lo que la Tierra guarda en silencio. Sentir el vértigo de que, a veces, lo más apacible es también lo más inestable.

"La paz de la superficie de un lago no siempre revela la furia del fondo."


Cuando uno se detiene en el Paso de Khyber, entre las montañas ásperas que separan Afganistán de Pakistán, no se encuentra simplemente en un lugar remoto. Se encuentra en un pasadizo por donde ha transitado la historia del mundo.


No es exageración: cada piedra, cada curva de este desfiladero ha visto pasar ejércitos que cambiaron imperios y dieron forma a civilizaciones enteras. Aquí marchó Alejandro Magno con su ambición incandescente, cuando buscaba someter al legendario este; aquí irrumpieron los persas, los mongoles, los ejércitos de Gengis Kan, y más tarde los británicos con su afán colonial. Cada paso en este corredor angosto parece todavía resonar con los ecos de tambores de guerra, cascos de caballos, gritos de mando.


Los siglos transformaron poco su esencia. Las tribus que viven en estas tierras, endurecidas por el sol implacable y la dureza del terreno, han visto y resistido invasiones sin fin. En el siglo XIX, los británicos aprendieron dolorosamente lo que significaba enfrentarse a quienes dominaban este paso. La retirada de Kabul, una de las grandes derrotas del Imperio Británico, terminó aquí en una masacre casi total. Solo un médico alcanzó la seguridad del fuerte británico, testigo mudo del desastre.

Pero no todo en Khyber es guerra. También fue ruta de comerciantes, peregrinos y soñadores. Por aquí discurrieron caravanas de camellos cargadas de seda, de especias, de misterios. Era una arteria vital de la Ruta de la Seda, conectando mundos distintos en un lazo de intercambio y mutua influencia.


Hoy el Paso de Khyber sigue custodiado, y no es un lugar sencillo de visitar. Las tensiones modernas lo mantienen vigilante, como si el mismo suelo recordara su pasado y se negara a ser simplemente un sitio más. Pararte allí, respirar su aire seco y mirar hacia el horizonte montañoso, es sentir no solo el peso de la historia, sino la certeza de que en esos caminos polvorientos se escribió una parte esencial de lo que somos hoy.

"Caminar por el Khyber es caminar sobre siglos de huellas invisibles."

Wikipedia: Paso de Khyber.

Hace más de dos mil años, en la isla de Faros, frente a la ciudad de Alejandría, surgió una obra que parecía imposible. No era un templo para dioses, ni un palacio para reyes. Era un faro. Una torre que desafiaba el tiempo, el viento y el mar, construida no para impresionar, sino para servir: a los navegantes, a los comerciantes, a los exploradores… a todos los que se atrevían a buscar nuevos horizontes.

El Faro de Alejandría, una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, fue erigido durante el reinado de Ptolomeo II, hacia el año 280 a.C. Diseñado por el arquitecto Sóstrato de Cnido, se alzaba más de 100 metros sobre el nivel del mar, con tres niveles escalonados: uno cuadrado, otro octogonal y otro circular, coronados por una estatua —probablemente de Zeus o de Poseidón— que miraba al infinito. Por la noche, una hoguera gigantesca brillaba en su cima, reflejada y amplificada por espejos pulidos de bronce. Durante el día, el sol mismo era capturado y devuelto como señal.

Pero el Faro era mucho más que una guía marítima. Era un faro del conocimiento humano. Estaba en Alejandría, la ciudad que también albergaba la biblioteca más grande del mundo antiguo. A pocos pasos del lugar donde los sabios del mundo se reunían para estudiar, traducir, debatir. No fue casualidad. Era un símbolo gemelo: luz para el mar, luz para la mente.


Los barcos que divisaban su resplandor no solo veían la promesa de un puerto seguro. Veían la promesa de una civilización que valoraba la ciencia, la filosofía, la astronomía, la medicina. Veían a un mundo que se esforzaba por entender, por explorar, por conectar.

Durante siglos, el Faro resistió terremotos, invasiones, tormentas. Fue reparado, restaurado, venerado. Pero el tiempo, implacable, fue quebrando su estructura. Tres grandes terremotos, entre los siglos X y XIV, terminaron por derribarlo. Y lo que quedó de sus piedras, sumergidas bajo las aguas, fue olvidado poco a poco.

Hoy, las ruinas del Faro descansan en el fondo del mar, invisibles para la mayoría. Pero no han desaparecido. En el agua quieta del puerto de Alejandría, bajo las barcas de pescadores, bajo la espuma que trae el viento, duermen los bloques de piedra, las columnas, los fragmentos de historia. Y el sitio exacto donde estuvo aún vibra. No por la grandeza perdida. Sino por lo que representó.


Porque el Faro de Alejandría no fue solo una torre de piedra. Fue una declaración. Fue la afirmación de que el ser humano, incluso frente al mar infinito y al desconocimiento, elige alumbrar antes que rendirse a la oscuridad. Que frente a la vastedad del mundo, no baja la cabeza: enciende un fuego.

Hoy, cuando caminas por el malecón de Alejandría, ves el mar brillando bajo el sol. Sientes la brisa que huele a historia. Y aunque tus ojos no alcancen a ver aquella maravilla perdida, si cierras los ojos un instante, tal vez puedas imaginar el fulgor del fuego bailando contra el cielo nocturno. Tal vez puedas sentir lo que sintieron los antiguos navegantes: la esperanza hecha luz.

"Hay luces que nunca se apagan, aunque el fuego se haya extinguido hace siglos."



Frente a la costa de Ciudad del Cabo, a poco más de diez kilómetros en línea recta del continente africano, se alza una isla llana, sin montañas ni selvas, sin palmeras ni encanto turístico. Se llama Robben Island, y durante siglos fue usada como lugar de aislamiento: primero para leprosos, luego para prisioneros políticos. Una isla que no tiene foso, ni murallas altas, ni cocodrilos vigilantes. Solo el océano. Y una soledad que cala hasta los huesos.


Fue aquí donde Nelson Mandela pasó 18 de sus 27 años en prisión. Desde 1964 hasta 1982, habitó una celda de 2 metros por 2 metros y medio. Sin calefacción. Con una manta fina. Con un balde como baño. Con una ventanita que apenas dejaba entrar luz. El régimen del apartheid lo condenó no solo a la reclusión física, sino también al silencio. Prohibido hablar en voz alta. Prohibido recibir visitas más de una vez cada seis meses. Prohibido estudiar… aunque logró hacerlo. Le llamaban el prisionero 466/64: el número 466 del año 1964.

Pero esta no es la historia de un castigo. Es la historia de una resistencia sin armas. Mandela no se doblegó. Ni él, ni los otros cientos de prisioneros políticos que compartieron la isla. Eran segregados, humillados, obligados a romper piedras día tras día bajo el sol. En una cantera blanca donde el polvo quemaba los ojos. Allí, bajo las órdenes de un régimen cruel, muchos perdieron la vista. Pero no la visión. Mandela, incluso allí, construyó. No edificios, no trincheras. Ideas. Conversaciones. Sueños. Forjó amistades, tejió alianzas, leyó, escribió… y, sobre todo, escuchó.


Lo que hoy impacta al visitar la isla no es solo la celda diminuta, ni el comedor, ni el patio donde jugaban ajedrez con piezas talladas en jabón. Lo que estremece es la ausencia de rencor en el aire. Mandela salió de allí sin odio. Recorrió el mismo camino que lo trajo a la isla… y al desembarcar, no llamó a la venganza. Llamó a la reconciliación. Y eso es lo que transforma Robben Island en algo más que un sitio histórico. Es un altar de la dignidad humana.

En el museo actual, muchos de los guías son antiguos prisioneros. Hablan con voz tranquila. Sin ira. Relatan cómo escondían cartas en tubos de pasta de dientes. Cómo los censores recortaban los sobres. Cómo se organizaban para que todos pudieran leer un libro, aunque no lo tuvieran en físico. Relatan los castigos. Pero también los cantos. Los debates clandestinos. El ajedrez de los sábados. La poesía compartida en susurros.

Desde la orilla de la isla, puede verse la silueta de Ciudad del Cabo. Mandela la veía cada día. A veces con esperanza. A veces con dolor. Pero nunca se dejó romper. Porque más allá del mar, estaba el futuro. El suyo, sí. Pero también el de su pueblo. Y en esa celda, bajo esa ventana, mientras leía a Shakespeare con una linterna escondida, decidió no odiar. Y esa decisión cambió el curso de la historia.
En 1990, cuando fue liberado, no quiso venganza. Y en 1994, cuando fue elegido presidente, lo hizo en nombre de todos: blancos y negros. Ricos y pobres. Víctimas y carceleros. Y así, aquel hombre que pasó media vida encerrado en una isla logró liberar a un país entero.

Hoy, Robben Island sigue siendo una prisión. Pero ya no encierra cuerpos. Encierra memoria. Y al caminar por sus pasillos fríos, al mirar el catre simple, al oír el eco de pasos que ya no están… uno no se siente invadido por la tristeza. Se siente invadido por algo más fuerte:

"La certeza de que el espíritu humano, cuando se sostiene en la verdad, puede resistirlo todo."



Aquel día, el viento soplaba fuerte en las dunas de Kitty Hawk. No había testigos, ni cámaras de televisión, ni expectación mundial. Solo arena, frío y dos hermanos de Ohio que habían traído su frágil creación hasta allí porque el viento era confiable… y porque querían volar. El 17 de diciembre de 1903, a las 10:35 de la mañana, Orville Wright se tumbó sobre su máquina de madera, tela y alambres. Wilbur lo empujó. El aeroplano recorrió apenas 36 metros… y despegó. 12 segundos en el aire. Suficientes para que el mundo ya no fuera el mismo.


No hubo ruido de motores a reacción, ni rugidos metálicos. Solo el murmullo del viento y el temblor de lo desconocido. Fue el primer vuelo controlado, sostenido y propulsado de una máquina más pesada que el aire. Después vinieron otros tres vuelos ese mismo día. En el último, Wilbur recorrió 260 metros. La historia acababa de abrir sus alas.


Lo que conmueve al estar allí no es solo la hazaña. Es la modestia del lugar. Una colina de arena, una réplica del hangar, y una planicie que parece igual que en 1903. Y sin embargo, fue desde allí que el ser humano se despegó de la Tierra por primera vez. Es un sitio sin épica aparente, pero cargado de sentido. Allí nació la aviación. De allí parte cada vuelo que cruza océanos, cada avión que conecta mundos, cada vez que un pasajero duerme mirando nubes por la ventanilla.

Los Wright eran bicicleteros. Inventores autodidactas. Lo que lograron no fue por accidente, sino por persistencia. Por confiar más en el viento que en el juicio ajeno. Y cuando caminas por esa colina hoy, con las marcas en el suelo que indican cuán lejos llegaron aquellos primeros vuelos, te das cuenta de que el milagro no fue volar… fue atreverse a imaginar que se podía.


En la cima hay una escultura. Representa el instante exacto en que el avión despegó por primera vez. Las figuras son de bronce, pero parece que respiran. Se siente que el aire allí aún lleva algo de aquel momento.

"Lo invisible se sostuvo… porque alguien insistió en verlo."


El 12 de abril de 1961, a las 06:07 de la mañana, hora de Moscú, el mundo cambió sin saberlo. Desde la base de Baikonur, en Kazajistán, despegó un cohete Vostok con un solo pasajero: un joven piloto soviético de 27 años llamado Yuri Gagarin. En ese instante, la humanidad pasó a formar parte del cosmos. Dieron una vuelta completa a la Tierra en 108 minutos. Pero esta historia no es sobre el despegue, ni sobre el rugido del cohete, ni siquiera sobre la vista increíble de nuestro planeta flotando en la oscuridad. Esta historia empieza en el suelo.

Porque después de orbitar la Tierra, Gagarin no aterrizó con suavidad en una pista decorada con banderas. No. La cápsula Vostok 1 descendió sobre las llanuras de Saratov, al suroeste de Rusia. Y Gagarin, según el protocolo, fue eyectado a más de 7.000 metros de altitud, descendiendo aparte con su propio paracaídas. Cayó sobre un campo de trigo recién brotado, junto a una granja colectiva. En ese instante, una campesina y su nieta lo vieron aparecer desde el cielo, vestido de naranja brillante y con un casco blanco. La niña se asustó. La abuela dudó. Y entonces Gagarin, con una sonrisa, dijo las palabras más improbables que se hayan pronunciado jamás en la estepa rusa:

“No se asusten, camaradas. Soy soviético como ustedes. He bajado del espacio.”

Desde entonces, aquel campo —plano, sin árboles, azotado por el viento— se convirtió en un lugar sagrado sin templos. Solo hay una estatua, una especie de ala de metal, y una estrella roja. Pero quienes lo visitan dicen que allí el aire se siente diferente. Que el cielo parece más grande. Que es imposible no mirar hacia arriba. Porque en ese pedazo de tierra, donde hoy pastan vacas o crecen girasoles, volvió a pisar el mundo el primer ser humano que vio lo pequeños que somos… y lo hermoso que es nuestro hogar.



Ese punto en el mapa no tiene épica visual. No hay montañas, ni acantilados, ni templos antiguos. Pero cuando estás allí, sabes/sientes que en ese suelo se cerró el círculo. Que el cielo y la Tierra se tocaron por un segundo. Que ese lugar fue testigo de lo imposible.


"Donde sus pies tocaron tierra… algo invisible floreció."

Se llamaba Geraldine Largay, aunque en el sendero todos la conocían como Inchworm, por su paso lento pero constante. Tenía 66 años cuando decidió cumplir su sueño de recorrer el Sendero de los Apalaches, uno de los más largos del mundo, que serpentea por más de 3.500 kilómetros desde Georgia hasta Maine, atravesando paisajes majestuosos y, a veces, implacables. Lo hacía sola, pero siempre acompañada de su determinación y de un cuaderno donde escribía con regularidad. Su marido la seguía cada pocos días desde la carretera, encontrándose con ella en puntos pactados para llevarle víveres, ánimos y abrazos.

El 22 de julio de 2013, Geraldine se desvió del sendero, probablemente para ir al baño, y ya no encontró el camino de regreso. A escasos kilómetros del punto donde debía reencontrarse con su marido, el bosque se cerró en torno a ella con una calma traicionera. No llevaba GPS, ni conocimientos de orientación, pero sí un teléfono que intentó usar en múltiples ocasiones. Envió varios mensajes de texto desesperados que nunca llegaron a destino: “Estoy perdida. En algún lugar en el camino entre el cruce de Spaulding Mountain y el cruce de Redington Stream. Llame a los Servicios de Emergencia. Estoy herida.” Nunca hubo respuesta.

Durante semanas, helicópteros, drones, perros rastreadores y voluntarios buscaron por todos lados. Miles de horas de rastreo en uno de los terrenos más abruptos de Nueva Inglaterra. Pero ella seguía oculta, silenciosa, paciente en su rincón de bosque. Lo más estremecedor es que sobrevivió casi un mes, refugiada en su tienda de campaña, esperando, sin moverse demasiado para conservar fuerzas, escribiendo en su diario, anotando la fecha, pidiendo que encontraran su cuerpo, agradeciendo a quienquiera que lo hiciera algún día. Su última anotación fue del 18 de agosto. El diario acababa con una frase simple: “Cuando encuentren mi cuerpo, por favor, avisen a mi marido George y a mi hija Kerry. Ha sido una buena vida.”

No la encontraron hasta dos años después. Su tienda estaba apenas a 800 metros de uno de los senderos principales. Tan cerca, tan escondida. Cuando los rescatistas entraron, vieron una tienda cuidadosamente cerrada, con su mochila al lado, su diario, su alma ya en paz.

Allí, entre árboles inmensos y un silencio que abruma, el punto exacto donde Geraldine esperó sin perder la esperanza te obliga a parar, a respirar distinto. No es solo un claro del bosque. Es un lugar donde el tiempo se detuvo, donde una vida entera se replegó en unas pocas páginas de papel, donde cada hoja que cruje bajo tus botas parece decirte que escuches, que sientas, que estés presente.

"A veces basta un giro sin pensar, una nube, un silencio… y ya no sabemos dónde estamos."

Wikipedia: Appalachian Trail.

Las Médulas, ubicadas en la provincia de León, España, constituyen un paisaje único que combina historia, naturaleza y arqueología. Este sitio es famoso por sus formaciones de tierra rojiza, que son el resultado de un largo proceso de minería, originalmente atribuido a los romanos. Sin embargo, investigaciones recientes sugieren que la historia de la explotación minera en Las Médulas podría ser mucho más antigua, remontándose a épocas prerromanas y vinculándose con los pueblos indígenas de la región, como los astures.

Los astures, un pueblo prerromano que habitaba la región del noroeste de la Península Ibérica, ya explotaban los recursos minerales de la zona mucho antes de la llegada de los romanos. Se sabe que los astures eran hábiles mineros y metalúrgicos, especializados en la extracción de oro y otros metales. Aunque sus métodos eran menos sofisticados que los utilizados posteriormente por los romanos, los astures realizaban labores mineras en diversas partes del Bierzo, incluida la zona de Las Médulas. Estas primeras explotaciones se llevaban a cabo de manera manual, mediante pozos y galerías, y estaban dirigidas principalmente a la extracción de oro de los depósitos aluviales.

La llegada de los romanos al noroeste de la Península Ibérica en el siglo I d.C. marcó un punto de inflexión en la historia de Las Médulas. Los romanos, al reconocer la riqueza mineral de la región, perfeccionaron y expandieron las técnicas de explotación minera que ya existían. Adaptaron sus avanzadas tecnologías, como el método de "ruina montium", que transformó dramáticamente el paisaje. Aunque los romanos son los principales responsables de la devastación y transformación masiva del entorno, no se puede ignorar que ellos aprovecharon un conocimiento minero que ya existía en la región, adquirido a lo largo de generaciones por los astures.

El método de ruina montium, que consistía en la construcción de una compleja red de canales, túneles y galerías, era una técnica enormemente eficaz para extraer oro a gran escala. Sin embargo, su implementación no habría sido posible sin el conocimiento previo de los recursos minerales locales y las prácticas mineras que los astures habían desarrollado. De hecho, algunos estudios recientes sugieren que los romanos pudieron haber empleado a los astures en la explotación de las minas, aprovechando su experiencia y conocimiento del terreno.




A pesar de la brutalidad del método romano, que implicó la destrucción de grandes áreas de montaña y una profunda alteración del paisaje natural, Las Médulas se convirtieron en la mayor mina de oro a cielo abierto de todo el Imperio Romano. El impacto de la minería romana en la región fue tan profundo que, aunque la actividad cesó en el siglo III d.C., el paisaje que dejaron sigue siendo visible hoy en día, con las características formaciones de colinas erosionadas y valles que conocemos como Las Médulas.

Tras el abandono de las minas por parte de los romanos, la región quedó sumida en un lento proceso de recuperación natural. La vegetación, compuesta principalmente por castaños y robles, fue cubriendo gradualmente las heridas dejadas por la minería, y el sitio quedó envuelto en el silencio durante siglos. Sin embargo, la memoria de la minería nunca se perdió del todo, y los relatos de los antiguos trabajos mineros continuaron siendo parte del legado cultural de la región.


No fue hasta los siglos XVIII y XIX que el interés por Las Médulas resurgió, impulsado por estudiosos y arqueólogos que comenzaron a investigar y a documentar la magnitud y la sofisticación de las operaciones mineras romanas. Estos estudios iniciales, que se centraron principalmente en la fase romana de la explotación, han sido complementados en las últimas décadas por investigaciones que han arrojado luz sobre la importancia de los astures en la historia temprana de Las Médulas.

Hoy en día, Las Médulas son mucho más que un recordatorio de la ingeniería romana; representan un espacio en el que se entrelazan las historias de los pueblos prerromanos y los conquistadores romanos. Este sitio no solo es testigo de la habilidad técnica y la ambición de la Roma imperial, sino también de la tenacidad y el ingenio de los astures, quienes durante siglos aprovecharon los recursos naturales de su tierra.

Las Médulas, por tanto, no son solo un monumento al pasado, sino también un lugar donde la historia de los astures y los romanos se funde en un testimonio impresionante de la interacción entre las culturas y su entorno. Como resultado, este paisaje se ha convertido en un símbolo de la riqueza cultural e histórica de la región, atrayendo a visitantes de todo el mundo que desean explorar no solo la herencia romana, sino también la profunda huella dejada por los primeros habitantes de esta tierra, los astures.



"La belleza del paisaje es el eco de un imperio..."


La presa de Grandas de Salime, situada en el río Navia, en la provincia de Asturias, es una de las obras más significativas de la ingeniería hidráulica en España, tanto por su magnitud como por su impacto en la región. La historia de esta presa comienza a mediados del siglo XX, en un contexto de reconstrucción nacional tras la Guerra Civil, cuando España se enfrentaba a un déficit energético considerable. Para hacer frente a esta situación, se promovió la explotación de los recursos naturales del país, y el río Navia, con su caudal abundante y su geografía montañosa, se perfiló como un lugar idóneo para la construcción de varias presas hidroeléctricas.


La construcción de la presa de Grandas de Salime comenzó en 1948 bajo la dirección de la empresa Hidroeléctrica del Cantábrico. Fue un proyecto colosal que requirió un gran despliegue de medios humanos y tecnológicos. Miles de trabajadores participaron en la construcción, enfrentándose a condiciones laborales duras y a la dificultad de trabajar en un terreno abrupto y de difícil acceso. La tecnología empleada fue pionera para la época, utilizando métodos avanzados de construcción en hormigón para levantar una estructura de gravedad que alcanzaría los 128 metros de altura, con una longitud en la coronación de 270 metros.



El embalse resultante, conocido como el embalse de Salime, tiene una capacidad de almacenamiento de unos 265 millones de metros cúbicos de agua. La central hidroeléctrica asociada, con una potencia instalada de 126 megavatios, fue durante muchos años una de las más importantes del país. La primera turbina comenzó a funcionar en 1955, marcando el inicio de una nueva era para la generación de energía en el noroeste de España.




La construcción de la presa tuvo un impacto profundo en la región, tanto positivo como negativo. Por un lado, supuso un avance crucial en la electrificación y modernización de Asturias y las provincias vecinas. La energía producida por la central hidroeléctrica contribuyó significativamente al desarrollo industrial de la zona, ofreciendo una fuente de energía limpia y renovable en un momento en que el país lo necesitaba desesperadamente.

No obstante, la creación de este embalse también tuvo consecuencias sociales y ambientales. Varias aldeas y tierras agrícolas fueron inundadas, obligando a muchas familias a abandonar sus hogares y adaptarse a nuevas formas de vida. La transformación del paisaje fue radical, con la pérdida de terrenos fértiles y el desplazamiento de comunidades que habían habitado la zona durante generaciones. Además, el ecosistema del río Navia se vio alterado, afectando a la fauna y flora locales y modificando las dinámicas tradicionales de pesca y agricultura que habían sustentado a la población.

Con el paso del tiempo, la presa de Grandas de Salime ha sido objeto de diversas mejoras y actualizaciones. Estas intervenciones han tenido como objetivo tanto la optimización de su capacidad de generación eléctrica como la minimización de su impacto ambiental. Se han implementado tecnologías más modernas para garantizar su seguridad y eficiencia, y se han adoptado medidas para proteger el entorno natural, en un esfuerzo por equilibrar las necesidades energéticas con la conservación del medio ambiente.

Hoy en día, la presa de Grandas de Salime no solo continúa siendo una pieza clave en la producción de energía hidroeléctrica, sino que también ha adquirido un valor simbólico y turístico. Su imponente estructura y el embalse que la acompaña se han convertido en un destino atractivo para los amantes de la naturaleza y el turismo rural. Las aguas del embalse son ahora un lugar popular para actividades recreativas como la pesca, el senderismo y la observación de aves, lo que añade un nuevo capítulo a la historia de este monumento de la ingeniería española.



La historia de la presa de Grandas de Salime es un testimonio del ingenio y la determinación humana en la búsqueda del progreso, pero también sirve como recordatorio de los desafíos y sacrificios que acompañan a tales empresas. La construcción de la presa fue un hito en el desarrollo industrial de España y un ejemplo de cómo las grandes obras de ingeniería pueden transformar regiones enteras, no solo en términos económicos, sino también sociales y ambientales. En última instancia, el legado de la presa es una mezcla de logros y lecciones aprendidas, que continúan resonando en la actualidad.

"Allí donde el río calla, se escucha más fuerte la memoria que se niega a morir."