En los acantilados azotados por el viento de Poldhu, al suroeste de Inglaterra, no hay rastro de los gigantes que una vez se alzaron allí. Pero hace más de un siglo, donde hoy solo pastan ovejas y gaviotas, una estructura metálica apuntaba al cielo con la ambición de tocar el otro lado del mundo.
Era 1901. Guglielmo Marconi, ingeniero autodidacta, hijo de una aristócrata irlandesa y un empresario boloñés, ya había logrado enviar señales de radio a varios kilómetros de distancia. Pero su obsesión era mayor: demostrar que las ondas electromagnéticas podían cruzar el Atlántico, algo que la mayoría de físicos —incluido Lord Kelvin— consideraban imposible. Las teorías decían que la curvatura de la Tierra impedía que las ondas viajaran tan lejos. Pero Marconi tenía una corazonada… y una intuición que la ciencia aún no había teorizado del todo: la atmósfera, quizás, podía ayudar.
En una vieja granja reconvertida en laboratorio, en Poldhu, Marconi y su equipo construyeron una enorme antena de 60 metros de altura, sostenida por mástiles y cables tensores que parecían el esqueleto de una catedral moderna. Desde ahí, usando un generador rotatorio, enviaban poderosas descargas eléctricas a través de un oscilador que modulaba las señales en código Morse. La instalación era tan poderosa que, en sus primeras pruebas, incendió los circuitos. Tuvieron que empezar de nuevo.
Mientras tanto, en St. John's, Terranova, al otro lado del océano, Marconi instaló un receptor rudimentario: una antena improvisada hecha con un hilo de cobre sujeto a una cometa —demasiado frágil para instalar torres en aquel clima— y unos auriculares conectados a un coherer de Branly, el primer detector efectivo de ondas de radio. Aquel 12 de diciembre de 1901, a las 12 del mediodía, los operadores en Poldhu comenzaron a emitir una simple letra: “S” en código Morse (tres puntos cortos), cada pocos segundos.
De repente, en medio del zumbido estático y el viento del Atlántico canadiense, Marconi escuchó algo. Tres chasquidos. Una “S”. Las ondas habían viajado más de 3.500 kilómetros, rebotando en la ionosfera (aunque entonces aún no sabían que esa capa atmosférica existía). Era la primera vez que un mensaje cruzaba un océano sin cables. La primera comunicación verdaderamente global. Y aunque no hubo grabación, ni demostración pública, el mundo cambió para siempre en ese momento.
Hoy, en el lugar donde se alzó aquella casa transmisora, se encuentra una simple placa y un pequeño museo. Las antenas se han ido. El silencio ha vuelto. Pero si uno cierra los ojos, y deja que el viento sople con fuerza desde el oeste, quizás escuche lo mismo que Marconi escuchó: el sonido del futuro, cuando aún no tenía forma.
"Este pequeño museo, fue la cuna donde el aire, se lleno de palabras."
Wikipedia: Guglielmo Marconi | Radiocomunicación | Código morse.