Hace más de dos mil años, en la isla de Faros, frente a la ciudad de Alejandría, surgió una obra que parecía imposible. No era un templo para dioses, ni un palacio para reyes. Era un faro. Una torre que desafiaba el tiempo, el viento y el mar, construida no para impresionar, sino para servir: a los navegantes, a los comerciantes, a los exploradores… a todos los que se atrevían a buscar nuevos horizontes.
El Faro de Alejandría, una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, fue erigido durante el reinado de Ptolomeo II, hacia el año 280 a.C. Diseñado por el arquitecto Sóstrato de Cnido, se alzaba más de 100 metros sobre el nivel del mar, con tres niveles escalonados: uno cuadrado, otro octogonal y otro circular, coronados por una estatua —probablemente de Zeus o de Poseidón— que miraba al infinito. Por la noche, una hoguera gigantesca brillaba en su cima, reflejada y amplificada por espejos pulidos de bronce. Durante el día, el sol mismo era capturado y devuelto como señal.
Pero el Faro era mucho más que una guía marítima. Era un faro del conocimiento humano. Estaba en Alejandría, la ciudad que también albergaba la biblioteca más grande del mundo antiguo. A pocos pasos del lugar donde los sabios del mundo se reunían para estudiar, traducir, debatir. No fue casualidad. Era un símbolo gemelo: luz para el mar, luz para la mente.
Los barcos que divisaban su resplandor no solo veían la promesa de un puerto seguro. Veían la promesa de una civilización que valoraba la ciencia, la filosofía, la astronomía, la medicina. Veían a un mundo que se esforzaba por entender, por explorar, por conectar.
Durante siglos, el Faro resistió terremotos, invasiones, tormentas. Fue reparado, restaurado, venerado. Pero el tiempo, implacable, fue quebrando su estructura. Tres grandes terremotos, entre los siglos X y XIV, terminaron por derribarlo. Y lo que quedó de sus piedras, sumergidas bajo las aguas, fue olvidado poco a poco.
Hoy, las ruinas del Faro descansan en el fondo del mar, invisibles para la mayoría. Pero no han desaparecido. En el agua quieta del puerto de Alejandría, bajo las barcas de pescadores, bajo la espuma que trae el viento, duermen los bloques de piedra, las columnas, los fragmentos de historia. Y el sitio exacto donde estuvo aún vibra. No por la grandeza perdida. Sino por lo que representó.
Porque el Faro de Alejandría no fue solo una torre de piedra. Fue una declaración. Fue la afirmación de que el ser humano, incluso frente al mar infinito y al desconocimiento, elige alumbrar antes que rendirse a la oscuridad. Que frente a la vastedad del mundo, no baja la cabeza: enciende un fuego.
Hoy, cuando caminas por el malecón de Alejandría, ves el mar brillando bajo el sol. Sientes la brisa que huele a historia. Y aunque tus ojos no alcancen a ver aquella maravilla perdida, si cierras los ojos un instante, tal vez puedas imaginar el fulgor del fuego bailando contra el cielo nocturno. Tal vez puedas sentir lo que sintieron los antiguos navegantes: la esperanza hecha luz.
"Hay luces que nunca se apagan, aunque el fuego se haya extinguido hace siglos."
Wikipedia: Ptolomeo II | Sóstrato de Cnido | Isla de Faro | Faro de Alejandría.