Frente a la costa de Ciudad del Cabo, a poco más de diez kilómetros en línea recta del continente africano, se alza una isla llana, sin montañas ni selvas, sin palmeras ni encanto turístico. Se llama Robben Island, y durante siglos fue usada como lugar de aislamiento: primero para leprosos, luego para prisioneros políticos. Una isla que no tiene foso, ni murallas altas, ni cocodrilos vigilantes. Solo el océano. Y una soledad que cala hasta los huesos.
Fue aquí donde Nelson Mandela pasó 18 de sus 27 años en prisión. Desde 1964 hasta 1982, habitó una celda de 2 metros por 2 metros y medio. Sin calefacción. Con una manta fina. Con un balde como baño. Con una ventanita que apenas dejaba entrar luz. El régimen del apartheid lo condenó no solo a la reclusión física, sino también al silencio. Prohibido hablar en voz alta. Prohibido recibir visitas más de una vez cada seis meses. Prohibido estudiar… aunque logró hacerlo. Le llamaban el prisionero 466/64: el número 466 del año 1964.
Pero esta no es la historia de un castigo. Es la historia de una resistencia sin armas. Mandela no se doblegó. Ni él, ni los otros cientos de prisioneros políticos que compartieron la isla. Eran segregados, humillados, obligados a romper piedras día tras día bajo el sol. En una cantera blanca donde el polvo quemaba los ojos. Allí, bajo las órdenes de un régimen cruel, muchos perdieron la vista. Pero no la visión. Mandela, incluso allí, construyó. No edificios, no trincheras. Ideas. Conversaciones. Sueños. Forjó amistades, tejió alianzas, leyó, escribió… y, sobre todo, escuchó.
Lo que hoy impacta al visitar la isla no es solo la celda diminuta, ni el comedor, ni el patio donde jugaban ajedrez con piezas talladas en jabón. Lo que estremece es la ausencia de rencor en el aire. Mandela salió de allí sin odio. Recorrió el mismo camino que lo trajo a la isla… y al desembarcar, no llamó a la venganza. Llamó a la reconciliación. Y eso es lo que transforma Robben Island en algo más que un sitio histórico. Es un altar de la dignidad humana.
En el museo actual, muchos de los guías son antiguos prisioneros. Hablan con voz tranquila. Sin ira. Relatan cómo escondían cartas en tubos de pasta de dientes. Cómo los censores recortaban los sobres. Cómo se organizaban para que todos pudieran leer un libro, aunque no lo tuvieran en físico. Relatan los castigos. Pero también los cantos. Los debates clandestinos. El ajedrez de los sábados. La poesía compartida en susurros.
Desde la orilla de la isla, puede verse la silueta de Ciudad del Cabo. Mandela la veía cada día. A veces con esperanza. A veces con dolor. Pero nunca se dejó romper. Porque más allá del mar, estaba el futuro. El suyo, sí. Pero también el de su pueblo. Y en esa celda, bajo esa ventana, mientras leía a Shakespeare con una linterna escondida, decidió no odiar. Y esa decisión cambió el curso de la historia.
En 1990, cuando fue liberado, no quiso venganza. Y en 1994, cuando fue elegido presidente, lo hizo en nombre de todos: blancos y negros. Ricos y pobres. Víctimas y carceleros. Y así, aquel hombre que pasó media vida encerrado en una isla logró liberar a un país entero.
Hoy, Robben Island sigue siendo una prisión. Pero ya no encierra cuerpos. Encierra memoria. Y al caminar por sus pasillos fríos, al mirar el catre simple, al oír el eco de pasos que ya no están… uno no se siente invadido por la tristeza. Se siente invadido por algo más fuerte:
"La certeza de que el espíritu humano, cuando se sostiene en la verdad, puede resistirlo todo."
Wikipedia: Nelson Mandela | Robben Island.